Javier Agüero Águila
Doctor en Filosofía
CFI / Universidad de los Lagos
Debate y política del ácido
Una de las cuestiones (tristes) que deja el último debate presidencial es que la política –o lo que queda de ella– parece haber sido pasada por ácido, dejando como expresión de sí misma un cuerpo desfigurado, intoxicado de materiales corrosivos que la hicieron devenir en una suerte de mutante, muy lejos de esa cuestión que debía ser su preocupación central a juicio de Aristóteles, por ejemplo, en su Política, es decir: “los asuntos de la polis”.
El espectáculo que brindaron Jara y Kast no fue solamente bochornoso, sino que derivó en una estética del desastre; en la línea de que la política (no solo entendida como el arte de gobernar, sino también como un asunto de sugestión en el debate, de entrar en la disputa de argumentos molares y moleculares en torno a una figuración de sociedad, de la elaboración de ideas sobre el mundo, en fin) fue metabolizada en una mórbida y desatada manada de ruidos en los que apenas se distinguían nada más que trampas, cebos; entonación de coros altisonantes propios de una opereta menos que bufa para que el otro/a se hundiera en la desesperación total y provocar entonces –después de aplicar una sistemática estrategia de la infamia– su extinción en el marco de la carrera por el poder.
Ambos o ambas nos hicieron caer en cuenta de que la política está en el más nauseabundo fango; que habita en una zona ominosa que no quisiéramos que fuera el fractal de la sociedad en la que vivimos y en la que viviremos. Pero sí, y es lo trágico, es el reflejo de la sociedad en que vivimos y en la que viviremos; una donde la impugnación hacia cualquiera vendrá siempre adherida a una fuerza de borradura, de negación y de, al fin, de entender a eso alter-nativo como ineficaz, en el sentido de que no sirve, que es un apéndice sin función y, por lo tanto, inmediatamente desechable. Se trata de un lugar por venir donde la alteridad muere y no hay posibilidad alguna de un mundo común.
Derecha higiénica, izquierda en quiebra
Por un lado Kast y su imaginario de higienización social, resorte de una gestión excepcional de los miedos de los individuos que le ha permitido ser investido como una suerte de héroe protofascista que eliminará a todos nuestros enemigos (internos y externos) con sus políticas del odio y dilatación de la crueldad. Él y su equipo de “cómplices activos” del significante “Pinochet” rápidamente plagiarán a Trump y se coordinarán con los autoritarismos constitucionales del planeta, generando una degradación de las –aunque fallidas, más o menos funcionales– instituciones democráticas, adulterando la diferencia a través de una estructural antropología del desprecio.
Por otro lado Jara, la alternativa a esta deshumanización completa de la política, no es más que la expresión de una izquierda que no tiene “después” porque no tiene proyecto. Y al decir que no tiene proyecto nos referimos a que no tiene conceptos, retórica; una teoría política que le refunde por encima de los afanes hegemónicos, sino que le imprima un sentido de mundo y una nueva idea de comunidad. Sin esto, la izquierda seguirá en el naufragio desesperado buscando candidatos/as que hagan el trabajo sucio inmolándose de cara a una derecha que sí abarcó el relato abreviándolo en fobias de todo orden. Después de la caída del muro de Berlín nunca la izquierda estuvo tan en ruinas, descalcificada y sin horizonte utópico.
Una posverdad
Como sea, el panorama es desolador. Vivimos en el páramo de los miedos inoculados por la extrema derecha y en la obsolescencia de una izquierda sin una mínima idea de figuración de sí misma. Esto es algo así como la radicalización de una posverdad.
La posverdad como lo propio de un tiempo vaciado de sentido en el que no hay relatos con tendencia a la universalidad y que producen una órbita indecidible en donde todo puede ser dicho sin complejos. La posverdad no es lo irreal, es una realidad lateral que alcanza amplísimos niveles de aceptación en la población (“seguridad, seguridad, seguridad”); realidad paralela que, al interior del bosque denso y oscuro de un mundo donde no se despejan “verdades”, se transforma en parábola y cuya característica es la de reproducirse anulando todo impulso emancipatorio, restringiendo la verdad y la mentira a una zona en la que no pueden ser discernibles la una de la otra.
En fin, no hay por qué ser optimista, no hay razones. Solo se trata de “una” mentira y “una” verdad en un país sonámbulo.
Publicado por: Marcelo Morales Mena











